“Un huracán político repleto de derechos. Una bisagra entre la Argentina agroexportadora que imponía sus privilegios y
el comienzo de la batalla final por el modelo de país, que nació con el primer peronismo”. A través del capítulo II de
“Recuerdos del peronismo” (Gustavo Campana), el recuerdo de Evita para convertirla en presente.
Cuando la verdad se presenta a cinco centímetros de tu nariz, no hay vuelta atrás. No avisa, ni pide permiso. Arremete
con la fuerza del agua o del fuego, contra todos los obstáculos que instaló la versión positivista de la historia. Ante
esta explosión, con voz conservadora el poder real receta quietud y ordena no remover el avispero. Jura que ninguno de
los males que afectan al pobrerío, tiene remedio. Pide resignación.
La verdad es una información que se filtra por cualquier sentido, un dato que se incorpora sin la necesidad de
intermediarios, ni traductores; es una revelación que aunque pretendan destronarla o maquillarla, resiste inalterable el
paso del tiempo.
Es una certeza que se planta de frente y genera en pocos segundos, una revolución que modifica para siempre nuestra
relación con el otro. La verdad se encarga de hacerte saber que a partir de ese descubrimiento, nada será igual.
El primer motor político que se enciende en cualquier ser humano, es el grado de sensibilidad que le genera el dolor del
otro. Desde ese momento, a partir de esa verdad madre, se agudizan la solidaridad y la cooperación como semillas del
sueño colectivo. Ese instante, muchas veces imperceptible, es la muerte del individualismo y a partir de ese momento, el
deseo se conjugará siempre en plural.
“Hay un fusilado que vive”, fue la verdad para Rodolfo Walsh. Cuando supo lo que había sucedido en los basurales de José
León Suárez en 1956, su vida dio un giro de 180 grados. Dejó de ser un buen escritor de novelas policiales, para
convertirse en un comunicador imprescindible; porque cuando un hombre grita “la verdad se milita”, se convierte en
conciencia ambulante al servicio de los que quieren saber.
Para el Padre Carlos Mugica, la villa significó el amor a primera vista con la realidad de carne y hueso. Desde ese
contacto inicial con ese mundo tan lejano, con esa realidad de chapa y madera de Retiro, abandonó las huellas de su
pasado en Recoleta y arrancó para siempre el Mugica Echagüe de su cruz.
Dos viajes por América latina, fueron la verdad para el Che y después de miles de kilómetros de pobreza, analfabetismo y
enfermedades del siglo XVIII, en un continente que sintió propio por primera vez, el pasado de Guevara Lynch se entregó
a los brazos de un impensado futuro revolucionario.
Clase media, oligarquía venida a menos, doble apellido con goteras, pero en todos los casos, vidas alejadas de la
marginalidad, de todas las necesidades urgentes y de todos los sueños postergados o aniquilados.
Tres hombres que se toparon maduros con la verdad. Emergentes de las capas sociales que están lejos del piso, las que
poseen el don de eludir lo que no quieren ver y hacen del negacionismo un culto. No obstante, al final del camino Walsh,
Mugica y el Che, fueron protagonistas de una generación, que en la pelea por justicia, les arrebataron la vida.
Pero para millones de hombres y mujeres, la verdad es una marca de nacimiento que reconocen apenas abren los ojos. No
tienen otra posibilidad, esa ruta es obligatoria, ineludible y de mano única.
Cuenta la leyenda que una mañana de finales de la década del ‘40, una viejita que rozaba los 80 años apareció en la
Fundación Eva Perón. Había sido negreada y esclavizada toda su vida en el campo. Llegaba con el sueño de jubilarse y
traía documentos que no alcanzaban para completar el trámite. Posiblemente desembarcó con un certificado de nacimiento,
un documento personal o una libreta de casamiento. A su lado, Evita y un burócrata que revisaba papeles, sabiendo que el
trámite había quedado encerrado en un laberinto sin solución. Entonces ella pregunta, “¿qué pasa? ¿no hay papeles?”.
Solo dos letras fue la respuesta tajante del dueño de los sellos: “No”.
“Entonces si no hay papeles, ¿no la puede jubilar?”, fue la consulta con respuesta incluida de Evita. Otro “no”
lapidario del empleado, como único gesto frente a la falta de documentos de la abuela. Pero como a Evita, la verdad se
le había presentado desde el minuto cero de su historia, se encargó de regalarle la solución al dueño del escritorio:
“Si quiere comprobar si la señora trabajó toda su vida, mírele las manos”.
Una mujer que siente la necesidad irrefrenable de repetir hasta el último segundo de su vida, que “allí donde hay una
necesidad, hay un derecho”, estuvo siempre mano a mano con el dolor del otro.
“Quiero demasiado a todos los pueblos del mundo, explotados y condenados a muerte por los imperialismos y los
privilegiados de la tierra. Me duele demasiado el dolor de los pobres, de los humildes, el gran dolor de tanta humanidad
sin sol y sin cielo como para que pueda callar. Si, todavía quedan sombras y nubes queriendo tapar el cielo y el sol de
nuestra tierra, si todavía queda tanto dolor que mitigar y heridas que restañar, cómo será donde nadie ha visto la luz
ni ha tomado en sus manos la bandera de los pueblos que marchan en silencio, ya sin lágrimas y sin suspiros, sangrando
bajo la noche de la esclavitud. Y cómo será donde ya se ve la luz, pero demasiado lejos, y entonces la esperanza es un
inmenso dolor que se revela y que quema en la carne y el alma de los pueblos sedientos de libertad y justicia" (Evita,
“Mi mensaje”).
Vivió y murió por ellos. Por todos los que dignificó a fuerza de derechos, salarios justos, ciudades para niños y
estudiantes, hogares-escuelas, hospitales, casas dignas, máquinas Singer, sidras, pan dulce, muñecas y pelotas. Como
gracias nunca alcanza en estos casos, cuando no podía nombrarla el pueblo armó altares con su foto en un rinconcito de
su casa y encendieron velas que jamás dejaron de ser luz. La convirtieron en santa, para rezarle a la madre de una nueva
religión y agradecerle su sacrificio en la cruz.
Evita enfrenta en tiempo presente a los “Viva el cáncer” y a los que tres años después de su muerte, bombardearon la
plaza. Solo se animaron a pelearla, postrada y embalsamada. “Estén alertas. El enemigo acecha. No perdona jamás que un
hombre de bien, que un argentino como el general Perón, esté trabajando por el bienestar de su pueblo y por la grandeza
de la Patria. Y los vendepatrias de adentro, que se venden por cuatro monedas, están también en acecho para dar el golpe
en cualquier momento. Pero nosotros somos el pueblo y yo sé que estando el pueblo alerta, somos invencibles porque somos
la patria misma” (Evita, 1 de mayo de 1952).
UNA BIOGRAFIA ESCRITA POR SU PALABRA
Un huracán político repleto de derechos. Una bisagra entre la Argentina agroexportadora que imponía sus privilegios y el
comienzo de la batalla final por el modelo de país, que nació con el primer peronismo. “Han pasado los tiempos en que
los pueblos eran dirigidos por círculos oligárquicos. Ha llegado la hora de los pueblos” (1949)
Víctima de la discriminación, salió a pelear por la igualdad. Mujer coraje, se rebeló ante el hambre y la miseria
programada por las minorías, que dueñas de la tierra, siempre se creyeron propietarias de la vida y de la muerte de
millones de argentinos.
Cuenta la leyenda que cuando llegó a Buenos Aires a los 15 años (1935), bajó del tren y entró a un bar para preguntar
por un hotel. Los hombres que la advirtieron tan frágil como perdida, le anotaron en un papel la dirección del viejo
palacio Unzué, luego residencia presidencial (Avenida del Libertador, Austria, Agüero y Avenida Las Heras, hoy
Biblioteca Nacional). La broma despiadada la llevó al lugar y un mayordomo, fue el encargado de decirle dos verdades en
un solo envase: primero, no era un hotel y segundo, la gran ciudad estaba infectada por “pobres corazones”.
Once años después, Perón fue el primer presidente que utilizó la residencia de manera permanente. Evita vivió y murió en
ella, en la casa que le anotaron en un papel, aquellos porteños que creyeron haberse burlado de la piba de pueblo…
“Siempre he querido confundirme con los trabajadores, con los ancianos, con los niños, con los que sufren” (1951).
Fueron apenas seis años. Sin ocupar puestos oficiales, ni cargos electivos; pero vividos de la mano del mandato natural,
que nació incondicional desde abajo. Seis años, nada más. Apenas un instante en la historia de un país. Pero le alcanzó
para atropellar al pasado y terminar con el “Estado inhumano”, que tantas veces denunció. “El rico cuando piensa para el
pobre, piensa en pobre”. (“La razón de mi vida”).
Nos separan más de seis décadas de la muerte de Evita y cada palabra, compartida con la multitud o escrita en soledad,
siguen sonando a futuro. Habló de justicia, libertad, dolor, esperanza, odio, rebelión, enemigos, traidores,
explotación, imperialismo, mediocres, fanáticos, héroes, santos y mártires… “La esperanza es un inmenso dolor que se
revela y que quema en la carne y al alma, de los pueblos sedientos de libertad y justicia” (“Mi mensaje”).
Denunció al pasado de la oligarquía (explotación, concentración de la riqueza, latifundios), al sabotaje del presente
(desabastecimiento, difamación constante de la prensa) y advirtió sobre el regreso de los viejos dueños de la Argentina,
si antes no se avanzaba definitivamente sobre los nidos golpistas.
“Yo tengo tres cosas porque luchar. Primero, por ese gran agradecimiento que siento por ese pueblo valiente y trabajador
argentino que supo reconquistar a nuestro querido coronel Perón. Segundo como argentina y tercero como una mujer de
pueblo que sabe las vicisitudes, las privaciones, el trabajo y la miseria. Todo lo que pueda hacer por ustedes será
poco. Todo lo que esté a mi alcance lo haré hasta el último momento; así como se perfectamente que el coronel Perón de
la Secretaría de Trabajo y Previsión, hasta el último momento de su vida va a trabajar por la felicidad de todos
ustedes” (1946).
Las elecciones de 1946, expusieron a una sociedad partida en dos. Modelo de país frente a proyecto colonial. Según la
lógica de la Unión Democrática, de un lado estaba la alianza del bien y del otro, el eje del mal. Convocados por Estados
Unidos, todos los representantes de la vieja política y llamados por Perón, los hombres y mujeres que no se sentían
defendidos por el pasado. Ese corte angostó los límites del campo nacional y popular. El joven peronismo, quedó muy
solo.
“El peronismo es sacrificio, es renunciamiento, es amor; es la fe popular hecha partido en torno de una causa de
esperanza que faltaba en nuestra patria. Porque si la patria fuera grande y el pueblo feliz, ser peronista sería un
derecho, en nuestros días ser peronista es un deber. Por eso los trabajadores somos peronistas” (1950).
Con la Ley Sáenz Peña, la política argentina sumó un nuevo actor, un sujeto colectivo que asomó a la vida pública
nacional, con tres urnazos radicales; pero le discutió poder al poder, solo con la democracia formal bajo el brazo. Ese
actor plural recién comenzó a sentirse protagonista real, cuando ganó la calle para terminar con la década infame. Evita
supo desde adentro, desde la entraña de ese ejército de olvidados, por qué lloraban y qué soñaban…
“Sostenemos que el pueblo, es lo que el pueblo siente que es. Esto a primera vista parece una perogrullada o una cosa
carente de sentido y sin embargo voy a probar, porque es una absoluta, profunda e indiscutible verdad. El pueblo no se
siente clase, ni se siente plebe, ni se siente proletariado, ni se siente raza.
El pueblo se siente en primer lugar, una gran comunidad de no privilegiados; constituida por hombres y mujeres, cuya
primera función es vivir y para eso trabajar. Vivir en el sufrimiento y casi siempre en la pobreza, ayudándose unos a
otros, a sufrir y a gozar, a vivir y a morir. La solidaridad, la fraternidad, la igualdad y el amor, son inseparables
del concepto de pueblo.
El pueblo siente y sabe que está constituido por todos los trabajadores, pero también siente que lo integran sus
mujeres, sus niños y sus ancianos. Y que también forman parte de él, todos aquellos que sin ser trabajadores manuales,
se sienten solidarios con ellos y se deciden a vivir juntos los grandes dolores y alegrías de la vida.
El pueblo siente que tiene un pasado y tiene conciencia de él. Es la historia de todos los sufrimientos, de todos los
esfuerzos y de todos los sacrificios ignorados, que han hecho los hombres y mujeres de todos los tiempos, en el afán de
construir una humanidad mejor” (1951).
Tenía la misma esperanza de su pueblo y arrastraba idénticos dolores. Era la voz de aquellos que la historia había
silenciado durante décadas. “Hablo con el corazón de una mujer de pueblo, de una descamisada más. Hablo con un lenguaje
sin engaños, con el que hablamos de una realidad palpable” (1950).
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